domingo, 12 de diciembre de 2021

La sombra, tu sombra, mi sombra. La nuestra.

 


La sombra existe. No mirarla no la anula. Ojalá, no la veo no la tengo. Sólo queremos silenciarla, sedarla para que no se nos desboque, en muchos casos ignorándola para parecer señores y señoras bien educados, bien hablados y bien trabajados. Veo mi sombra  como una masa compacta de color oscuro que habita mi pecho, entre las costillas, los pulmones y alrededor del corazón. La noto ahí, va y viene. Se hace la escurridiza o la encontrdiza según le viene en gana. Aprendí a dosificármela en llantitos solitarios, colmando vasos gotita a gotita, conteniendo desparrames y todo desarrollando una técnica exquisita de control emocional. Unas lagrimitas por aquí, unas rabias por allá,  algunos rencores apenas percibidos en lugares recónditos. Bueno, el rencor no es bueno, no lo tengas, olvídalo, hay que ser buenas y buenos. 

La bondad y la sombra parecen contradictorias. Parece que los buenos deseos aniquilarán las negruras de nuestros corazones, pero en realidad es una excusa como otra cualquiera para reprimir, para contarnos historias de amor romántico en vez de asumirnos algo carentes y muy necesitados.

Como a menudo he vivido en extremos, desde la desconexión de la sombra hasta  sentirme invadida e inundada por ella, he decidido no evitar este amplio catálogo de malestares. Venid  para acá. Mirar la sombra, como quien mira a una bestia parda que tiene en casa en contra de su voluntad. Vaya! Me tocó la bestia. Menudo marrón. A ver ahora qué hago ahora con ella. A mí me enseñaron a esconder la sombra detrás del éxito, la belleza, la normalidad, en esa falsa apariencia de que todo va bien. Conteniéndola. La decencia y el buen hacer. El miedo, la ausencia, la falta de comprensión, la injusticia, la violencia, el desamor,  todo eso va por debajo de la ropa, de la sonrisa, del maquillaje y la peluquería. Disimulamos. Ese gran arte del quedar bien, esa falsa seguridad del control. 

Decido vivir con mi niña herida, con la caprichosa también, quiero ser sincera, ya no quiero sentirme mejor de lo que soy ni parecerlo. No es justo, ni para mí ni para el mundo. Todo esto no me invalida como mujer alegre, serena, ni invalida mi disfrute de la vida, que es mucho. Una vez leí que cuánta más sombra exploras más placer te permites. ¿Será realmente inversamente proporcional? Solo quiero dar lugar, reconocer, ampliar, matizar los claros con los oscuros para hacerme más verdad. Me necesito así, me quiero así. Anímense, abran la compuerta.💗😊

miércoles, 23 de junio de 2021

Lilith

 


Cae la tarde y veo la puesta de sol desde mi ventana. Mi gata también la mira, los anaranjados del horizonte y el vuelo de las golondrinas la tienen absorta contemplando el espectáculo. Progresivamente el canto de los pájaros se va atenuando, al igual que la luz y su postura. Ella no necesita nada más, mi gata no necesita escapar de nada, vive en su cuerpino peludo y suave cada instante de su vida. Pasa por estados de actividad e inactividad en un profundo equilibrio corporal y emocional. En ocasiones se pone tierna, me busca para que la acaricie y pueda ronronear. Amasa mi barriga un rato, me maúlla, me mira, me huele y al poco se va. Vive el presente y hace lo que le surge en cada momento. No planea, no piensa, no elucubra, es y está presente. Fluye. No necesita escapar. No come para escapar. No lee para escapar. No ve Netflix ni entretiene su mente. No se monta películas de amor ni de terror. A veces corretea por el pasillo y juega conmigo a esconderse. Naturalmente vuelve al descanso y disfruta de las vistas en el balcón. No necesita estar con nadie para escapar del vacío. No necesita del enamoramiento ni del deseo para evadirse. Le gusta la compañía sin invasión. Mi gata te busca y se retira a tiempo. No se engancha ni se apega. Sabe estar y estarse. Me mira y me intuye, siempre a cierta distancia. No necesita que la entretengan. No tiene miedo de aburrirse, de sentirse ni cuestionarse. No se oculta a sí misma. No escapa. Yo escapo. Yo huyo. Yo me entretengo. Quiero ser como Lilith. 


lunes, 15 de octubre de 2018

El secreto






Soy Mario, tengo 8 años, casi 9 porque los cumplo dentro de dos meses, el 21 de abril. A veces me da miedo ir al cole. Bueno, en realidad ya no me da miedo, ahora me gusta ir, quiero decir que antes me daba miedo. No sé a quién contarle mi historia, es un poco rara, así que he pensado que la voy a escribir aquí en este cuaderno que me regaló mi tía Susana el día de mi comunión, la voy a guardar y este verano, cuando vayamos a Mazagón con los primos, sin que me vean, la voy a meter en una botella y la voy a lanzar al mar. Así nadie sabrá quién la ha escrito y quien la lea seguro que no conoce mi letra. 

A mí me encantaría encontrarme una botella en la playa con un mensaje dentro, la leería y la guardaría para siempre en la caja de los tesoros, sería el mejor, junto con la pipa del abuelo, claro. Nadie sabe que la tengo yo, la cogí cuando se le cayó del bolsillo camino de la ambulancia, yo la recogí, le apreté la mano para dársela pero el abuelo me agarró tan fuerte que ya no se la quise soltar más. Luego se la llevé un día al hospital pero no se la quería dar delante de mi madre, ella se pone muy pesada con eso de que no fume. Al final no se la pude devolver nunca más y me la he quedado yo, es genial porque cuando abro la caja huele como cuando el abuelo se metía en el  baño a fumar y me río un rato.

 A mí me gusta tener secretos, sobre todo de esos que no se puede enterar mi madre, a ella las aventuras no le gustan, siempre teme que me pase algo a mí, a mi hermanas, a mi padre y antes al abuelo. Es como la guardiana de la familia pero en plan aburrido, con ella todo es siempre igual y casi no se ríe nunca, bueno sí, cuando vamos al teatro infantil los domingos por la mañana. Por eso nunca le he contado lo del cole, no quiero que se preocupe ni se lo cuente a mi padre porque yo con mi padre no hablo mucho, con quien mejor me llevo es con mi tío Antonio, cuando vamos de paseo siempre me lleva a hombros y también hacemos el molinillo, nos agarramos fuerte de los brazos, juntamos las piernas y damos vueltas y vueltas hasta que casi nos caemos, me parto de risa. Mi tío Antonio tiene pecas como yo, pero a él le quedan mejor porque es más alto, y además dice que soy su sobrino favorito, me lo dice siempre despacito y al oído. A mi tío también le encantan los secretos, eso creo que lo he sacado de él. A mí me gustaría contarle el mío, pero me da miedo que se impresione y no quiera hacer más el molinillo. Total que escribo mi historia aquí y para que alguien la encuentre en un puerto lejano, un marinero que viva en un barco y viaje por todo el mundo por ejemplo. Eso estaría guay.

En mi cole hay dos niños, Jose y David que también van a mi clase, antes se sentaban detrás, porque se apellidan Velasco y Zúñiga, pero la tutora los cambió delante, porque siempre estaban montando el lío en clase, sobre todo con la de inglés, que es un poco sosa,  uno lo puso en  mi fila y a Zúñiga que tiene gafas y no ve bien en la primera fila. Así acabé al lado de Jose y detrás de David. Al principio bien, pero cuando se ponen a hablar estoy yo siempre en medio y un día Maribel, la tutora, les dijo que se callaran porque me podían molestar. A mí cae muy bien Maribel, es muy simpática y casi siempre está de buen humor y no quiero que me regañe ni nada de eso, además me gusta cómo me sonríe cuando ve que estoy atento a todo lo que dice. Yo soy buen estudiante y saco buenas notas, no me cuesta mucho y mis padres se ponen muy contentos, ese día nos vamos en familia a tomar helados a la plaza, antes venía también el abuelo, su helado favorito es el de ron con pasas pero yo no lo puedo pedir por lo del ron.

Eso que dijo la profe de que me podían molestar no les sentó muy bien a Jose y a David, dicen que soy el mimado de Maribel y a la salida del cole me esperaron en la puerta  y me siguieron un rato a casa. Me iban llamando pecoso, niñato y empollón de mierda. A mí me entró un poco de miedo y salí a correr, no paré hasta que llegué a casa. Al día siguiente, en clase, me dijeron que si se las cargaban otra vez por mi culpa, me iba a enterar y entre dientes seguían con lo de pecoso y empollón. Cuando sonaba el timbre, salía corriendo el primero y no paraba hasta llegar a casa. Después empezaron con lo de gallinita clueca y tenían razón porque estaba asustado todo el día hasta que llegaba a casa.

Un día Maribel me llamó al final de clase y me preguntó si me pasaba algo, que estaba muy serio en clase y que ya no levantaba la mano. Yo disimulé y le dije que es que estaba más cansado y un poco triste por lo de mi abuelo, Maribel me dio un abrazo tan largo que casi me echo a llorar, ya no sé si por lo de Zúñiga y Velasco o porque me acordé del olor de la pipa.

El caso es que ese día fue el peor, como salí más tarde ya me estaban esperando, que si pelota, empollón, yo me puse a dar codazos para poder pasar, le di a Zúñiga y se le cayeron las gafas. Eché a correr pero esta vez oía sus pasos muy cerca , apreté el ritmo todo lo que pude, el corazón me iba a mil por hora y sentía miedo de verdad. Entonces me acordé de aquella historia que me había contado Maribel en clase, a ella le gusta contarnos cuentos para terminar el cole, hubo una que me gustó mucho, casi se me cae una lagrimita y todo,  la del niño agobiado al que le salieron alas porque quería volar libre; también me acordé de mi abuelo, de su pipa, de la ambulancia, de su mano agarrando la mía, de las pecas de mi tío Antonio y con todo eso salté. Salté  con todas mis fuerzas y conseguí elevarme, moví los brazos que se me ensancharon, el pecho me creció y los dedos se me alargaron y así moviéndome, como en la piscina me mantuve en el aire. Me daba la brisa en la cara y me sentía ligero y feliz, miré hacia abajo y vi a Zúñiga como me buscaba, seguía corriendo pero no me localizaba. Así estuve un rato, qué pequeño se ve todo desde arriba, cuántos colores, brillos y qué feas son  las terrazas de los edificios. Cuando todo se quedó despejado fui planeando despacito  hasta el suelo y con precaución de que no me viera nadie aterricé en el parque al lado de mi casa. Ese día regresé a casa por primera vez sonriendo y le di un beso enorme  a mi madre.

Desde entonces muchas noches sueño que vuelo, me siento ligero y disfruto viendo montañas, ríos y valles verdes. Ya no le tengo miedo a David y Jose porque sé que tengo superpoderes. No los he vuelto a utilizar porque no me ha hecho falta, al día siguiente les miré y les dije que al próximo insulto les rompo las gafas de verdad y le cuento a la sosa de inglés y a Maribel toda la verdad.

Ahora va lo importante de esta carta, necesito encontrar más personas con superpoderes como yo,  así podemos montar un club. Si has encontrado esta carta en la botella y  tienes algún superpoder o sabes de alguien que lo tenga, por favor llama a este número 679005361 y pregunta por Mario. Es el número de mi madre, a mi no me dejan tener móvil, ella seguro que te hace un interrogatorio, pero lo importante es que no le digas nada ni de la carta, ni de la botella ni de los superpoderes, solo dile que eres un amigo del cole, este será también nuestro secreto.

martes, 17 de julio de 2018

Blanco

                               
                                                                     
      A Isabel Peláez Cáceres, por esos veranos de luz, amor y color.

Todos conocemos ese olor característico de los hospitales. ¿A que lo puedes oler ahora mismo? Ese olor a químico que parece que se te mete por la nariz y se te agarra en las entrañas, que te recuerda la fragilidad de la vida humana, lo fuerte y lo débiles que somos todos. ¿Quién no ha pasado de visita por esos pasillos blancos y se ha preguntado cuándo me tocará a mí? o ¿cuándo me tocará volver? Dicen que el olfato está directamente relacionado con la memoria, con las emociones y todos sabemos que es verdad, porque lo hemos vivido alguna vez. Yo misma me recuerdo yendo de perfumería en perfumería buscando esa fragancia que usaba aquel novio a quien tanto quise. Lo buscaba, lo olía y mientras aspiraba, mi cuerpo se sacudía recordando su presencia. Los olores no pasan por el cerebro, te conectan con las vísceras, con tu cuerpo y no hay manera de escabullirse.

Ahora me toca venir al hospital cada día, aparco el coche y entro en este edificio enorme y lleno de ventanas. Desde lejos, según me voy acercando parece una colmena de abejas, a veces veo personas asomadas y me pregunto si serán visitas, familiares o propios enfermos que se entretienen viendo la vida pasar. Enfermos que están angustiados o preocupados, o quizás otros, que simplemente quieren distraerse pues saben que su estancia será corta y un puro trámite. Luego están los enfermos que entran y ya no salen nunca más. Mi visita diaria encaja en este último grupo de enfermos, enfermos que sabes que ya sólo vivirán entre estas paredes, enfermos que esperan que se apague su vela y tú estás allí para acompañarles.

Como cada día entro en el edificio, reconozco el olor, se me tensa la barriga y me dirijo hacia las escaleras. Yo las prefiero porque no me gustan los ascensores, y menos los de hospital, no me fio de esas máquinas que parece que un día se van a volver locas, no te van a dejar salir y así te puedes pasar el resto de tu vida, yendo de una planta a otra. Para evitar riesgos innecesarios, voy andando, subo los tramos de escalera hasta la tercera planta, miro las máquinas expendedoras y a la gente sentada en los bancos charlando, esperando. El hospital es un sitio de espera, de esperas eternas y noches sin tregua, noches de silencios y gritos y timbres y pasos acelerados. Mientras voy pensando todo esto, llego a mi planta, tuerzo a la derecha y me encamino hacia el pasillo que me corresponde. Voy pasando por las puertas entre abiertas y vislumbrando  la gente en las diferentes habitaciones, algunos conversan animados, otros por el contrario están en silencio o viendo la tele. ¿Quién cuando camina por un pasillo de hospital no mira dentro de las habitaciones?

Llego a la habitación, la puerta está cerrada, pero no del todo, como casi todas. Noto la punzada de miedo, me detengo unos segundos para llenarme de aire y agarro la fuerza necesaria  para empujar esa puerta y enfrentarme a lo que hay detrás.
La habitación es toda blanca con algunos detalles en verde, me imagino que no quieren sobrecargar  este espacio donde la vida se vuelve tan intensa. En los hospitales se nos sobrecogen los sentidos de tanto sentir, de tanto olor, de tanto que ver, de tanto que oír, de tanto que tocar y besar.

Mi abuela está echada en la cama, tiene varios goteros puestos y lo más notable es el ruido que hace la máquina del oxígeno al respirar. Ella está dormida y tiene la cara relajada. Eso me tranquiliza a mí también. Cojo la silla y la coloco al lado de su cama, quiero que note mi presencia, que se sienta acompañada aunque esté dormida. Miro su rostro menudo, sonríe plácida aunque cada día está más pálida y ojerosa. Noto como su cuerpo se va deteriorando pero su alma sigue libre y juguetona, por eso sonríe, cada vez pasa más tiempo allá, que acá, su alma vive entre esta vida y la otra, en una transición progresiva y armoniosa. Le ha perdido el miedo a la muerte porque ya está en ello.

Miro su mano pequeña, tiene los huesos torcidos y de color grisáceo, está llena de moratones, se la cojo despacio y siento su calor todavía. Mi abuela siempre ha sido una mujer enérgica y vital. De joven le gustaba mucho ir al baile, como ella me contaba, aunque luego no bailaba mucho, la que mejor lo hacía de su familia era su hermana Antonia, que siempre fue la reina y tenía muchos pretendientes. A ella le sacaban poco porque no cogía bien los ritmos y no se sentía cómoda.  Ella era más bien cantarina y de reírse mucho, cantaba en cada ocasión familiar, no porque lo hiciera bien, sino para crear buen ambiente. De pequeña siempre la recuerdo con la zambomba y la pandereta, eran épocas en las que las navidades eran más celebraciones que compromisos. En estos últimos años hemos cantado mucho juntas, desde coplas hasta villancicos, cuando la comunicación se tornó compleja aprendimos a conectarnos a través de la alegría, la alegría de cantar, aunque sea María de la O.

-  Abuela, los momentos más felices de mi infancia los viví contigo, le digo suavemente. Muchas gracias por todo, te voy a recordar siempre.

Mi abuela ha sido pescadera, ha tenido suerte y ha podido trabajar. Mi abuelo tenía una empresa y un día hubo una baja laboral repentina, así que ella aprovechó y se ofreció a hacer la suplencia. Ese día vendió más pescado que nadie y a mi abuelo, visto el filón,  no le quedó otra que ponerle una pescadería para ella sola. Eso le cambió la vida, ya tenía acceso al cajón del dinero, del dinero que ella misma ganaba, pero entregaba cada final de  jornada.

Todos los años compraba una bucheta, como ella decía, la bucheta de las vacaciones, la rellenábamos durante el año y la rompíamos justo antes del verano. Pasábamos parte de las vacaciones con ella, en la casa de la playa que mi abuelo compró para disfrutar con sus nietos. ¡Y vaya si disfrutábamos! Aquello era lo más parecido a un paraíso infantil, recuerdo perfectamente aquella nevera llena de batidos de chocolate, fresa, vainilla, donuts, panteras rosas y tigretones. Aquel paraíso donde siempre teníamos permiso, sobre todo permiso para disfrutar y ser felices.

Miro la habitación y cada vez se va tornando más blanca, entra el sol por las rendijas y la estancia parece más iluminada, todo se va poniendo más blanco. Ya no noto el olor y siento el ambiente más ligero. Compruebo que mi abuela sigue con la media sonrisa aunque su labios están resecos. Me quedo en silencio mientras pienso si sus padres y sus dos hijos ya fallecidos estarán por aquí ayudando en esta dulce transición, si la estarán esperando al otro lado. Los budistas piensan que la gente se muere como vive. Mi abuela siempre ha sido una mujer valiente que ha vivido la vida como ha querido.

Desde el pasillo van llegando murmullos de voces conocidas, la puerta se abre y comienzan a entrar sus hijos y otros familiares, algunos con las caras tensas y casi todos con ojeras. Ya estamos todos, como a ella le gustaba, yo aprovecho un segundo entre unos y otros, le beso y le digo al oído:

- Abuela, yo quiero ser valiente como tú.

                                                                 

                                                          

lunes, 7 de mayo de 2018

Mis hijos no nacidos



El día de las madres es claramente un día necesario, precioso y lleno de reconocimiento y gratitud hacia el amor incondicional de una madre, un día en el que se celebra y reconoce esa labor infinita y amorosa sin la cual la vida simplemente no existiría, no hay nada más grande, si lo pensamos bien y más necesario de homenaje y gratitud. Ayer yo me sentía feliz por mi madre y mi hermana, que también ha sido madre recientemente, pero tenía algo dentro que me situaba en un plano muy vulnerable. Me sobrevino poco a poco, así sin darme mucha cuenta, yo no tengo hijos, y me siento bien con esa idea, es decir, me reconozco como mujer que puede tener una vida plena y creativa sin pasar por la maternidad. No he tenido hijos, pero he vivido dos abortos, ambos embarazos no fueron planificados, pero sí bien recibidos y ninguno de los dos pasó de la sexta semana, aunque en el primer caso no me enteré hasta la pasados los dos meses. En ambos casos me ha tocado elaborar un duelo, el duelo de lo que pudo ser y no fue, el duelo de romper con las expectativas, el duelo de sentirte embarazada y con las mismas dejar de estarlo. Yo no tengo problemas con no ser madre, pero todavía me sigue entristeciendo sentir que algo con vida dejó de tenerla dentro de mí. Ayer celebré el día de las madres pero algo en mi interior se puso de luto, mi cuerpo se puso blandito y vulnerable  y lo peor es que yo no me di ni cuenta. Ayer me pasé el día felicitando a otras madres y yo no me hice ni caso. Nadie lo hizo. Normal, al final no soy madre. No pertenezco a ese grupo. Y en realidad tampoco ansío serlo. Es raro todo. Mi cuerpo siente cosas que la mente no llega, al final el cuerpo es el más listo y me habla de reconocer a esas mujeres que sí han estado alguna vez embarazadas. ¿A ese grupo dónde le colocamos? ¿Dónde le damos el espacio que puedan necesitar? Yo quiero poder brindar por las madres y por esa parte de mí que fugazmente lo fue. Quiero brindar por los hijos que no tuve y por todos esos hijos no nacidos pero que se quedaron en alguna parte de nuestros cuerpos femeninos. Que nos habitaron y se fueron. Que nos enseñaron sobre la renuncia y la gracia de estar vivos y vivas. ¡Brindemos!

sábado, 3 de febrero de 2018

El monocromático



Tengo una pena dentro, está así como al fondo, detrás de la alegría, el aburrimiento y el desencanto. Las penas suelen ser así, pequeñitas pero matonas, al menos las mías. Yo soy más bien de la alegría, me honra con su presencia bastante a menudo y soy su fiel defensora además de su aduladora. Las penas las guardo un poco más adentro, su problema es que no les doy mucho protagonismo aunque tengan bastante peso. La alegría es ligera, suave, etérea, en cambio la pena es pesada y sólida. Para pasarla a estado gaseoso hay que rumiarla bastante. El precio de la pena es que si no la localizas, se va expandiendo por tus sentires así cual acuarela gris. Va tocando todos los colores, quitándoles brillo y resplandor. La pena se va comiendo la fuerza y puede llegar a destruir tu paleta. En un abrir y cerrar de ojos, has pasado a la tonalidad monocromática. Yo quiero vivir la vida a colores, cada día el que me toque. Desde el negro al amarillo, el rojo y el violeta. Hoy tendré que concentrarme en el negro para dejarlo salir, sin complejos, llorar lo que pudo ser y no fue. La vida está llena de posibilidades y e imposibles. La alegría va de celebraciones y la pena de ausencias, partidas y expectativas rotas. La pena también me conecta conmigo misma, con mis vulnerabilidades, con esa parte blandita y elástica de mí misma. Cuánto más siento mi pena más consistencia me doy y mas gaseoso el negro. La pena fiel amiga para cerrar puertas para siempre y darte fuerzas para abrir otras. La pena necesita de quietud y silencio, recogimiento y canal hacia dentro. Hay que estar concentrada para abrir el canal y que tus lágrimas vayan limpiando la zona y ablandando la masa. Hoy estoy con mi pena, que se va convirtiendo en penita. De negro charol va pasando a gris marengo. Hoy que tengo tiempo y tranquilidad la quiero sentir. Pudo ser y no fue. No nos queda otra. La vida es así. Hoy penita te pongo un altar. 

domingo, 12 de enero de 2014

De la angustia del amar y el amor



Estar conectada al amor es lo que necesito para luchar contra la angustia que me produce el mismo amar. No sé como explicarlo pero yo me entiendo. En la raíz de la angustia se encuentra el antídoto. Amar me produce en ocasiones mucha dicha y también desasosiego, estar profundamente vinculada a personas me fortalece y debilita al mismo tiempo, me fortalece porque me siento reconfortada, acompañaba, sentida y respetada... pero también me provoca cierta angustia interna. La dicha del amor me viene unida a un sentimiento pegajoso,  un dolor sordo y a veces desesperado. Esa es la palabra, desesperado. Quizás andaba desesperada desde hace mucho tiempo pero por alguna razón el amor ha hecho que el sentimiento se despliegue cual abanico incontrolado. El amor me ha conectado con la angustia propia del vivir y me ha dejado desnuda y sin salida. Se acabaron los juegos, la ensoñaciones, refugiarse en los anhelos, la expectativas, los sueños. Mis sueños se cumplieron y ya no me quedan refugios. Mejor no engañarse más, mejor mirar a la bestia a los ojos y quedarse quieta.