martes, 17 de julio de 2018

Blanco

                               
                                                                     
      A Isabel Peláez Cáceres, por esos veranos de luz, amor y color.

Todos conocemos ese olor característico de los hospitales. ¿A que lo puedes oler ahora mismo? Ese olor a químico que parece que se te mete por la nariz y se te agarra en las entrañas, que te recuerda la fragilidad de la vida humana, lo fuerte y lo débiles que somos todos. ¿Quién no ha pasado de visita por esos pasillos blancos y se ha preguntado cuándo me tocará a mí? o ¿cuándo me tocará volver? Dicen que el olfato está directamente relacionado con la memoria, con las emociones y todos sabemos que es verdad, porque lo hemos vivido alguna vez. Yo misma me recuerdo yendo de perfumería en perfumería buscando esa fragancia que usaba aquel novio a quien tanto quise. Lo buscaba, lo olía y mientras aspiraba, mi cuerpo se sacudía recordando su presencia. Los olores no pasan por el cerebro, te conectan con las vísceras, con tu cuerpo y no hay manera de escabullirse.

Ahora me toca venir al hospital cada día, aparco el coche y entro en este edificio enorme y lleno de ventanas. Desde lejos, según me voy acercando parece una colmena de abejas, a veces veo personas asomadas y me pregunto si serán visitas, familiares o propios enfermos que se entretienen viendo la vida pasar. Enfermos que están angustiados o preocupados, o quizás otros, que simplemente quieren distraerse pues saben que su estancia será corta y un puro trámite. Luego están los enfermos que entran y ya no salen nunca más. Mi visita diaria encaja en este último grupo de enfermos, enfermos que sabes que ya sólo vivirán entre estas paredes, enfermos que esperan que se apague su vela y tú estás allí para acompañarles.

Como cada día entro en el edificio, reconozco el olor, se me tensa la barriga y me dirijo hacia las escaleras. Yo las prefiero porque no me gustan los ascensores, y menos los de hospital, no me fio de esas máquinas que parece que un día se van a volver locas, no te van a dejar salir y así te puedes pasar el resto de tu vida, yendo de una planta a otra. Para evitar riesgos innecesarios, voy andando, subo los tramos de escalera hasta la tercera planta, miro las máquinas expendedoras y a la gente sentada en los bancos charlando, esperando. El hospital es un sitio de espera, de esperas eternas y noches sin tregua, noches de silencios y gritos y timbres y pasos acelerados. Mientras voy pensando todo esto, llego a mi planta, tuerzo a la derecha y me encamino hacia el pasillo que me corresponde. Voy pasando por las puertas entre abiertas y vislumbrando  la gente en las diferentes habitaciones, algunos conversan animados, otros por el contrario están en silencio o viendo la tele. ¿Quién cuando camina por un pasillo de hospital no mira dentro de las habitaciones?

Llego a la habitación, la puerta está cerrada, pero no del todo, como casi todas. Noto la punzada de miedo, me detengo unos segundos para llenarme de aire y agarro la fuerza necesaria  para empujar esa puerta y enfrentarme a lo que hay detrás.
La habitación es toda blanca con algunos detalles en verde, me imagino que no quieren sobrecargar  este espacio donde la vida se vuelve tan intensa. En los hospitales se nos sobrecogen los sentidos de tanto sentir, de tanto olor, de tanto que ver, de tanto que oír, de tanto que tocar y besar.

Mi abuela está echada en la cama, tiene varios goteros puestos y lo más notable es el ruido que hace la máquina del oxígeno al respirar. Ella está dormida y tiene la cara relajada. Eso me tranquiliza a mí también. Cojo la silla y la coloco al lado de su cama, quiero que note mi presencia, que se sienta acompañada aunque esté dormida. Miro su rostro menudo, sonríe plácida aunque cada día está más pálida y ojerosa. Noto como su cuerpo se va deteriorando pero su alma sigue libre y juguetona, por eso sonríe, cada vez pasa más tiempo allá, que acá, su alma vive entre esta vida y la otra, en una transición progresiva y armoniosa. Le ha perdido el miedo a la muerte porque ya está en ello.

Miro su mano pequeña, tiene los huesos torcidos y de color grisáceo, está llena de moratones, se la cojo despacio y siento su calor todavía. Mi abuela siempre ha sido una mujer enérgica y vital. De joven le gustaba mucho ir al baile, como ella me contaba, aunque luego no bailaba mucho, la que mejor lo hacía de su familia era su hermana Antonia, que siempre fue la reina y tenía muchos pretendientes. A ella le sacaban poco porque no cogía bien los ritmos y no se sentía cómoda.  Ella era más bien cantarina y de reírse mucho, cantaba en cada ocasión familiar, no porque lo hiciera bien, sino para crear buen ambiente. De pequeña siempre la recuerdo con la zambomba y la pandereta, eran épocas en las que las navidades eran más celebraciones que compromisos. En estos últimos años hemos cantado mucho juntas, desde coplas hasta villancicos, cuando la comunicación se tornó compleja aprendimos a conectarnos a través de la alegría, la alegría de cantar, aunque sea María de la O.

-  Abuela, los momentos más felices de mi infancia los viví contigo, le digo suavemente. Muchas gracias por todo, te voy a recordar siempre.

Mi abuela ha sido pescadera, ha tenido suerte y ha podido trabajar. Mi abuelo tenía una empresa y un día hubo una baja laboral repentina, así que ella aprovechó y se ofreció a hacer la suplencia. Ese día vendió más pescado que nadie y a mi abuelo, visto el filón,  no le quedó otra que ponerle una pescadería para ella sola. Eso le cambió la vida, ya tenía acceso al cajón del dinero, del dinero que ella misma ganaba, pero entregaba cada final de  jornada.

Todos los años compraba una bucheta, como ella decía, la bucheta de las vacaciones, la rellenábamos durante el año y la rompíamos justo antes del verano. Pasábamos parte de las vacaciones con ella, en la casa de la playa que mi abuelo compró para disfrutar con sus nietos. ¡Y vaya si disfrutábamos! Aquello era lo más parecido a un paraíso infantil, recuerdo perfectamente aquella nevera llena de batidos de chocolate, fresa, vainilla, donuts, panteras rosas y tigretones. Aquel paraíso donde siempre teníamos permiso, sobre todo permiso para disfrutar y ser felices.

Miro la habitación y cada vez se va tornando más blanca, entra el sol por las rendijas y la estancia parece más iluminada, todo se va poniendo más blanco. Ya no noto el olor y siento el ambiente más ligero. Compruebo que mi abuela sigue con la media sonrisa aunque su labios están resecos. Me quedo en silencio mientras pienso si sus padres y sus dos hijos ya fallecidos estarán por aquí ayudando en esta dulce transición, si la estarán esperando al otro lado. Los budistas piensan que la gente se muere como vive. Mi abuela siempre ha sido una mujer valiente que ha vivido la vida como ha querido.

Desde el pasillo van llegando murmullos de voces conocidas, la puerta se abre y comienzan a entrar sus hijos y otros familiares, algunos con las caras tensas y casi todos con ojeras. Ya estamos todos, como a ella le gustaba, yo aprovecho un segundo entre unos y otros, le beso y le digo al oído:

- Abuela, yo quiero ser valiente como tú.

                                                                 

                                                          

3 comentarios:

  1. Y allá donde esté seguro q sigue cantando y tocando la pandereta y la zambomba, con una nevera llena y haciendo felices a los que la rodean.

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  2. Qué hermoso sentir como las dos intervenciones nos abren la emoción contenida con la antesala tan bien dibujada, tan delicadamente descrita.Y qué suerte haber tenido una abuela que te inspirara. NMK

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  3. Un relato lleno de emociones, de recuerdos, de memoria.
    Gracias por compartirnos esta significativa historia sobre tu abuela. Abrazos.

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