A Isabel Peláez Cáceres, por
esos veranos de luz, amor y color.
Todos conocemos ese olor
característico de los hospitales. ¿A que lo puedes oler ahora mismo? Ese olor a
químico que parece que se te mete por la nariz y se te agarra en las entrañas,
que te recuerda la fragilidad de la vida humana, lo fuerte y lo débiles que
somos todos. ¿Quién no ha pasado de visita por esos pasillos blancos y se ha
preguntado cuándo me tocará a mí? o ¿cuándo me tocará volver? Dicen que el
olfato está directamente relacionado con la memoria, con las emociones y todos
sabemos que es verdad, porque lo hemos vivido alguna vez. Yo misma me recuerdo
yendo de perfumería en perfumería buscando esa fragancia que usaba aquel novio
a quien tanto quise. Lo buscaba, lo olía y mientras aspiraba, mi cuerpo se
sacudía recordando su presencia. Los olores no pasan por el cerebro, te
conectan con las vísceras, con tu cuerpo y no hay manera de escabullirse.
Ahora me toca venir al
hospital cada día, aparco el coche y entro en este edificio enorme y lleno de
ventanas. Desde lejos, según me voy acercando parece una colmena de abejas, a
veces veo personas asomadas y me pregunto si serán visitas, familiares o
propios enfermos que se entretienen viendo la vida pasar. Enfermos que están
angustiados o preocupados, o quizás otros, que simplemente quieren distraerse
pues saben que su estancia será corta y un puro trámite. Luego están los
enfermos que entran y ya no salen nunca más. Mi visita diaria encaja en este
último grupo de enfermos, enfermos que sabes que ya sólo vivirán entre estas
paredes, enfermos que esperan que se apague su vela y tú estás allí para
acompañarles.
Como cada día entro en el
edificio, reconozco el olor, se me tensa la barriga y me dirijo hacia las
escaleras. Yo las prefiero porque no me gustan los ascensores, y menos los de
hospital, no me fio de esas máquinas que parece que un día se van a volver
locas, no te van a dejar salir y así te puedes pasar el resto de tu vida, yendo
de una planta a otra. Para evitar riesgos innecesarios, voy andando, subo los
tramos de escalera hasta la tercera planta, miro las máquinas expendedoras y a
la gente sentada en los bancos charlando, esperando. El hospital es un sitio de
espera, de esperas eternas y noches sin tregua, noches de silencios y gritos y
timbres y pasos acelerados. Mientras voy pensando todo esto, llego a mi planta,
tuerzo a la derecha y me encamino hacia el pasillo que me corresponde. Voy
pasando por las puertas entre abiertas y vislumbrando la gente en las diferentes habitaciones,
algunos conversan animados, otros por el contrario están en silencio o viendo
la tele. ¿Quién cuando camina por un pasillo de hospital no mira dentro de las
habitaciones?
Llego a la habitación, la
puerta está cerrada, pero no del todo, como casi todas. Noto la punzada de
miedo, me detengo unos segundos para llenarme de aire y agarro la fuerza necesaria
para empujar esa puerta y enfrentarme a
lo que hay detrás.
La habitación es toda blanca
con algunos detalles en verde, me imagino que no quieren sobrecargar este espacio donde la vida se vuelve tan
intensa. En los hospitales se nos sobrecogen los sentidos de tanto sentir, de tanto
olor, de tanto que ver, de tanto que oír, de tanto que tocar y besar.
Mi abuela está echada en la
cama, tiene varios goteros puestos y lo más notable es el ruido que hace la
máquina del oxígeno al respirar. Ella está dormida y tiene la cara relajada.
Eso me tranquiliza a mí también. Cojo la silla y la coloco al lado de su cama,
quiero que note mi presencia, que se sienta acompañada aunque esté dormida. Miro
su rostro menudo, sonríe plácida aunque cada día está más pálida y ojerosa.
Noto como su cuerpo se va deteriorando pero su alma sigue libre y juguetona,
por eso sonríe, cada vez pasa más tiempo allá, que acá, su alma vive entre esta
vida y la otra, en una transición progresiva y armoniosa. Le ha perdido el
miedo a la muerte porque ya está en ello.
Miro su mano pequeña, tiene
los huesos torcidos y de color grisáceo, está llena de moratones, se la cojo
despacio y siento su calor todavía. Mi abuela siempre ha sido una mujer
enérgica y vital. De joven le gustaba mucho ir al baile, como ella me contaba,
aunque luego no bailaba mucho, la que mejor lo hacía de su familia era su
hermana Antonia, que siempre fue la reina y tenía muchos pretendientes. A ella
le sacaban poco porque no cogía bien los ritmos y no se sentía cómoda. Ella era más bien cantarina y de reírse mucho,
cantaba en cada ocasión familiar, no porque lo hiciera bien, sino para crear
buen ambiente. De pequeña siempre la recuerdo con la zambomba y la pandereta,
eran épocas en las que las navidades eran más celebraciones que compromisos. En
estos últimos años hemos cantado mucho juntas, desde coplas hasta villancicos,
cuando la comunicación se tornó compleja aprendimos a conectarnos a través de
la alegría, la alegría de cantar, aunque sea María de la O.
- Abuela, los momentos más felices de mi
infancia los viví contigo, le digo suavemente. Muchas gracias por todo, te voy
a recordar siempre.
Mi abuela ha sido pescadera,
ha tenido suerte y ha podido trabajar. Mi abuelo tenía una empresa y un día
hubo una baja laboral repentina, así que ella aprovechó y se ofreció a hacer la
suplencia. Ese día vendió más pescado que nadie y a mi abuelo, visto el filón, no le quedó otra que ponerle una pescadería
para ella sola. Eso le cambió la vida, ya tenía acceso al cajón del dinero, del
dinero que ella misma ganaba, pero entregaba cada final de jornada.
Todos los años compraba una bucheta, como ella decía, la bucheta de las vacaciones, la rellenábamos
durante el año y la rompíamos justo antes del verano. Pasábamos parte de las
vacaciones con ella, en la casa de la playa que mi abuelo compró para disfrutar
con sus nietos. ¡Y vaya si disfrutábamos! Aquello era lo más parecido a un paraíso
infantil, recuerdo perfectamente aquella nevera llena de batidos de chocolate,
fresa, vainilla, donuts, panteras rosas y tigretones. Aquel paraíso donde siempre
teníamos permiso, sobre todo permiso para disfrutar y ser felices.
Miro la habitación y cada
vez se va tornando más blanca, entra el sol por las rendijas y la estancia
parece más iluminada, todo se va poniendo más blanco. Ya no noto el olor y
siento el ambiente más ligero. Compruebo que mi abuela sigue con la media
sonrisa aunque su labios están resecos. Me quedo en silencio mientras pienso si
sus padres y sus dos hijos ya fallecidos estarán por aquí ayudando en esta
dulce transición, si la estarán esperando al otro lado. Los budistas piensan
que la gente se muere como vive. Mi abuela siempre ha sido una mujer valiente
que ha vivido la vida como ha querido.
Desde el pasillo van
llegando murmullos de voces conocidas, la puerta se abre y comienzan a entrar sus
hijos y otros familiares, algunos con las caras tensas y casi todos con ojeras.
Ya estamos todos, como a ella le gustaba, yo aprovecho un segundo entre unos y
otros, le beso y le digo al oído:
- Abuela, yo quiero ser valiente
como tú.
Y allá donde esté seguro q sigue cantando y tocando la pandereta y la zambomba, con una nevera llena y haciendo felices a los que la rodean.
ResponderEliminarQué hermoso sentir como las dos intervenciones nos abren la emoción contenida con la antesala tan bien dibujada, tan delicadamente descrita.Y qué suerte haber tenido una abuela que te inspirara. NMK
ResponderEliminarUn relato lleno de emociones, de recuerdos, de memoria.
ResponderEliminarGracias por compartirnos esta significativa historia sobre tu abuela. Abrazos.